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El libre albedrío

Patricia Churchland, filósofa canadiense/norteamericana, cuestiona el libre albedrío en relación al caso clínico publicado en el 2003, en la revista Archives of Neurology. Un hombre de media edad, sin antecedentes delictivos, empezó a interesarse por la pornografía infantil y abusar sexualmente de su hijastra de 8 años de edad. Su comportamiento sexual era cada vez más compulsivo. Finalmente, después de quejarse repetidamente de dolor de cabeza y vértigos, se le practicó un TAC cerebral. En él se observó una gran tumoración de carácter benigno en el área frontal del cerebro, invadiendo el septum y el hipotálamo, regiones que regulan el comportamiento sexual. Después de la extirpación del tumor su comportamiento sexual se normalizó.
Ello hace que Churchland se pregunte si existe el libre albedrío, si el paciente era responsable de su comportamiento y si un tumor puede usurpar la libre voluntad. Con el tumor tenía poderosos, pero anormales, deseos sexuales. Él no era el mismo. Aún así, la mayoría de los adultos también tienen poderosos, aunque normales, deseos sexuales; deseos que a veces son más poderosos que la necesidad de alimentarse, el miedo o el dolor. Estos deseos sexuales están regulados por las hormonas que actúan sobre las neuronas en el septum y en las áreas del cerebro conectadas al mismo.
Entonces se pregunta ¿qué diferencia hay entre los seres humanos normales y dicho paciente en cuanto al libre albedrío?
La neurociencia y la biología del comportamiento en general están revelando poco a poco los mecanismos que nos hacen lo que somos: cómo tomar decisiones y controlar nuestros impulsos, cómo nuestros genes dan forma a nuestros deseos sociales y cómo se adapta nuestro sistema de recompensa a las experiencias satisfactorias. Sabemos, por ejemplo, que el apego madre-hijo en los mamíferos está mediado por la oxitocina, liberada en el cerebro de la madre y del niño durante la lactancia y durante las caricias. La oxitocina se une a las neuronas y las vías de recompensa registran y refuerzan la interacción. El apego en las mujeres también está mediado por la oxitocina, y en los hombres por un péptido similar, la vasopresina. En los mamíferos, la densidad de los receptores de vasopresina en el cerebro predice si la especie es monógama o polígama. Los ratones de campo, con gran cantidad de receptores de vasopresina, son monógamos, mientras que los ratones de montaña, con pocos, son promiscuos. Y ¿qué determina la densidad de los receptores? Los genes.
Mientras la neurociencia descubre estos y otros mecanismos que regulan las opciones y el comportamiento social, uno no puede dejar de preguntarse si realmente nadie elige nada, o sea, si “el universo es determinista”.
Por ello es ineludible preguntarse sobre la responsabilidad, no sólo en materia de justicia penal, sino también en el negocio diario de la vida. Churchland sugiere que probablemente, el libre albedrío, como tradicionalmente se entiende, habría que modificarlo. Debido a su importancia en la sociedad, cualquier descripción de la libre voluntad debería actualizarse, no solo para adaptarse a lo que sabemos sobre el sistema nervioso, sino también para reflejar nuestras necesidades sociales en cuanto al concepto de responsabilidad.
Hay que pensar sobre lo que entendemos por "libre voluntad". Como con todos los conceptos, aprendemos el significado de este a partir de ejemplos. Aprendemos lo que es justo, mezquino o voluntarioso si se nos da ejemplos de gente que hace cosas justas, mezquinas o voluntariosas. Entendemos de una forma equilibrada, mediante el contraste, cuando una acción no es elegida libremente (un hombre que sueña con estrangular a su mujer, el niño que moja su pantalón, una respuesta de sobresalto a un trueno, o una confesión forzada). De tales prototipos, nuestros cerebros consiguen extraer un significado bastante común, de modo que podemos hablar bastante bien de libre albedrío. Pero hay casos aislados que son complejos, plagados de ambigüedad y con diferencias de origen cultural. Aquí, una acción libremente elegida o no, no tiene una respuesta clara, y estos casos a menudo se presentan ante los tribunales. Andrea Yates, la madre de Texas que ahogó a sus cinco hijos en una bañera, realizó sin duda una acción psicótica, aunque metódica y decidida, a diferencia de los movimientos erráticos de quién sufre un ataque epiléptico. Ella comprendió que sus acciones estaban en contra de la ley, y llamó a la policía para denunciarlo. Fuera de nuestra habitual comprensión, este tipo de casos divide a la opinión pública. La forma en que actualmente se piensa sobre el libre albedrio no ayuda en cuanto si es ejercido o no. Según una rígida tradición filosófica ninguna elección es libre, a menos que no tenga causa, es decir, a menos que la "voluntad" se ejerza de forma independiente de todas las influencias causales, en un vacío de causalidad. De forma inexplicable, la voluntad, que al parecer se encuentra al margen de la causalidad basada en el cerebro, hace una elección sin restricciones. El problema es que las elecciones son hechas por el cerebro, y el cerebro funciona causalmente; es decir, pasa de un estado a otro en función de las condiciones antecedentes. Por otra parte, aunque los cerebros toman decisiones, no hay ninguna estructura cerebral o red neuronal responsable de "la voluntad "y mucho menos un estructura neural operando en un vacío de causalidad. La conclusión inevitable es que una filosofía dedicada a la elección sin causa es tan poco realista como una filosofía dedicada a una Tierra plana.
Para comenzar a actualizar nuestras ideas sobre el libre albedrío, Churchland sugiere cambiar el debate lejos de la enigmática de la metafísica de la causalidad por la neurobiología del auto-control. La naturaleza del autocontrol y las formas en que puede verse comprometido puede ser un camino más fructífero para entender casos como el de Andrea Yates y no tratar de forzar la cuestión de si ha actuado libremente o no.
El autocontrol tiene diferentes grados, matices y estilos. Tenemos poco control directo sobre funciones autónomas como la presión arterial, frecuencia cardiaca y la digestión, pero mucho más control sobre el comportamiento que está organizado por la corteza cerebral. El autocontrol esta mediado por vías en la corteza prefrontal, estructuras que regulan las emociones y motivaciones, y estas maduran mientras se desarrolla el organismo. El individuo aprende a inhibir los impulsos autodestructivos, como morder a la madre cuando se debe chupar o agarrar un panel de miel cuando las abejas están hostiles. Muchos aspectos del autocontrol son automáticos, como los hábitos, de modo que un niño tiene más probabilidades de mojar sus pantalones a la semana que a los seis meses del control de esfínteres.
A diferencia de la libre voluntad, el autocontrol es un concepto que puede ser útil para aplicar a otros animales. Ello es coherente con la gran similitud entre las estructuras cerebrales de todos los mamíferos. Nuestra mayor corteza prefrontal, probablemente significa que tenemos más neuronas que nos permiten ejercer un mayor autocontrol que la mostrada por los babuinos o chimpancés. A través del refuerzo, un perro aprende a echarse tranquilamente ignorando a un gato. Un chimpancé con hambre cogerá un plátano sólo si sabe que el macho alfa no puede verle, sino, suprimirá el deseo. Así la corteza prefrontal utiliza el conocimiento para el control de los impulsos.
El autocontrol también nos permite dar sentido a los casos difíciles donde el libre albedrío es inútil. El autocontrol puede verse disminuido en personas con lesiones cerebrales o tumores. El autocontrol está también disminuido durante un ataque epiléptico, en estado de ebriedad o bajo la anestesia. Otros síndromes en los que se ve comprometido el autocontrol son el trastorno obsesivo-compulsivo, donde el paciente tiene disminuida la capacidad de resistir y no puede cesar de repetir algunas acciones costosas como el lavado de las manos.
¿Cómo las redes neuronales logran estos efectos que llamamos autocontrol, y que es diferente en el cerebro cuando se deterioran las funciones de autocontrol? Aunque poco se sabe hasta ahora acerca de la naturaleza exacta de los mecanismos, hay detalles experimentales relevantes: las propiedades de las neuronas sensibles a la recompensa y el castigo, la generación de las respuestas de miedo por las neuronas en la amígdala, y en los perfiles de respuesta de "decisión" en las neuronas de la corteza parietal cuando el animal hace una elección después de acumular pruebas.
Tienen más riesgo, pero son más rentables, las decisiones de exploración que probablemente dependen en gran medida del polo anterior de la corteza prefrontal. Más seguras, pero menos rentables, son las decisiones que dependen de la región ventromedial prefrontal.
Este tipo de descubrimientos auguran que finalmente se podrá comprender, al menos en términos generales, el perfil neurobiológico de un cerebro que tiene niveles normales de control y cómo difiere de un cerebro que ha puesto en peligro el control.
Así por lo tanto ¿nadie es nunca responsable de nada? La sociedad civil exige que no sea así. El quid de la cuestión es el siguiente: somos animales sociales y nuestra capacidad de prosperar depende del comportamiento de los demás.
Modelos biológicos muy realistas muestran cómo los rasgos de la cooperación y orden social se pueden propagar a través de la población, como las virtudes morales pueden ser un beneficio, el engaño una carga y el castigo de lo peligroso una necesidad para la sociedad.
Desde una perspectiva evolutiva, el castigo está justificado por el valor de todos los individuos en su vida social, y por los límites en el comportamiento necesario para mantener ese valor. La cuestión del control competente surge cuando, dado un daño social, es necesario determinar si la pena es la adecuada.
Parte de la evolución cultural consiste en averiguar la manera más adecuada y eficaz de limitar la conducta antisocial violenta. Así que debemos seguir manteniendo a los individuos responsables de sus acciones.
Pero ¿qué es el "yo" del autocontrol? ¿Qué soy? En esencia, el yo es una construcción del cerebro; real, pero dependiente de las redes de organización del cerebro para la monitorización de los estados corporales, el establecimiento de prioridades y la creación de la separación entre el mundo interior y el mundo exterior. En su funcionalidad, es un poco como una utilidad en un ordenador, a pesar de que ha evolucionado para crecer y desarrollarse.
Los cerebros complejos son buenos en ese tipo de cosas, la creación de un alto nivel de los patrones para dar sentido al mundo. Nos falta una palabra para describir esta función, pero los casos abundan. Un ejemplo más sencillo es nuestra percepción visual en tres dimensiones. Aquí, una red de neuronas de la corteza visual compara los inputs bidimensionales que recibe de cada ojo. La comparación se utiliza para crear una imagen de un mundo de tres dimensiones. Así, literalmente vemos, y no sólo inferimos, la  profundidad.
El cerebro construye una gama de sentimientos del mundo, uno es el futuro, otro es el pasado y otro es uno mismo. ¿Significa eso que mi yo no es real? Por el contrario, es todo tan real como el mundo de tres dimensiones que vemos, o el que nos preparamos para el futuro o el pasado que recordamos. Es una herramienta de ajuste, en diversos grados, a la realidad del cerebro y del mundo; así como otras herramientas, puede no funcionar bien, por ejemplo en la esquizofrenia.
Esencialmente, es una herramienta de alto nivel que nos permite hacer las cosas increíbles que hacen los seres humanos, incluyendo el pensamiento de uno mismo como un yo. ¿Puede uno sentirse devaluado por estos conocimientos neurocientíficos? Probablemente no. Nuestra autoestima y nuestro mundo son totalmente compatibles con la realidad que el cerebro hace que seamos. En cuanto a la autoestima, sabemos que es altamente dependiente del éxito de las interacciones sociales: el respeto, el amor, los logros, y también del temperamento, las hormonas y la serotonina. Por otra parte, la belleza, la complejidad y la sofisticación de la máquina neurobiológica que hace mi "yo" es mucho más fascinante y mucho más impresionante que la concepción filosófica del cerebro sin alma que de alguna manera, a pesar de las leyes de la física, ejerce su libre albedrío en un vacío de causalidad. Cada uno de nosotros es una obra de arte, esculpida en primer lugar por la evolución, y el segundo por la experiencia en el mundo. Con la experiencia y la reflexión la percepción social de uno madura, y también el nivel de autonomía. Aristóteles lo llamó sabiduría.


Bibliografía:
The Big Questions: Do we have free will? Patricia Churchland, New Scientist magazine, 18 November 2006, page 42-45

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